viernes, 24 de junio de 2016

Decimando, como siempre...




El minotauro de Watts / José Ramón Diez Rebanal / ESPAÑA





Minotauro

Minotauro en extinción
recorriendo el laberinto,
famélico, y por instinto
buscando una solución.
Así voy, con la adicción
de querer saciar la duda
existencial, la que exuda
este sistema suicida.
Quiero encontrar la salida
sin el hilo, sin ayuda.

Origen II

Vengo de un país que quiso
convertirse en un infierno,
donde la palabra invierno
significa paraíso.
Vengo de rizar el rizo
sobre el agua discursiva,
y allí dejé en carne viva
mi cuerpo recio y amargo.
Vengo de un islote largo
que naufraga a la deriva.

No hay peor ciego (a)…

Dices fue concomitancia
y sigues desnuda y sola
cantando tu barcarola
y restándole importancia.
Mas no es casual tu ignorancia,
es patológica y es
el punto donde el revés
te hará penar infinitum.
Y aunque sea ad libitum
es signo de insensatez.
  
  
 Vuelo cancelado.

Está lloviendo ceniza
sobre la ciudad inerme,
está lloviendo y perderme
en este gris me horroriza.
Y tras la línea indecisa
del horizonte borrado
el cielo sigue encriptado
sin dar licencia de vuelo.
Mis pies siguen sobre un suelo
completamente quemado.


O. Moré
2016


domingo, 19 de junio de 2016

Mirai Maia y Ondina (sobre unas ilustraciones de Lola Rodríguez)


Mi amiga, la ilustradora Lola Rodríguez, me pasó estos dibujos para que le diera mi parecer, pero, inquieto como soy, me puse manos a la obra y me inventé, en el acto, sendas historias. La idea era escribir lo primero que me viniera a la cabeza observando las ilustraciones, o sea, recurrir a la escritura automática y, al acabar, intentar no hacer  ningún cambio, y si hacía alguno, que fuera mínimo.

Un ejercicio parecido nos ponía la maestra en tercero o cuarto grado de primaria (si no me traiciona la memoria). Teníamos que hacer una redacción de la lámina que ella nos mostraba. La colgaba al lado de la pizarra y venga, a escribir. A mis compañeros les parecía un incordio, a mí me encantaba, porque era una oportunidad única para dar rienda suelta a la imaginación y poner a trabajar mi cocorioco siempre lleno de fabulaciones. Como dicen por acá, por la península: "me las pasaba pipa".

Esto fue lo que salió. Aquí las comparto. Lola también hizo lo mismo, hace poco, en su blog  http://kyuminkumo.blogspot.com.es/



Mirai Maia / Lola Rodríguez / Barcelona / España



MIRAI MAIA




Ella recogía las esquirlas de estrellas fugaces que habían quedado desperdigadas por la campiña después de Las Perseidas,  y las sembraba en macetas multicolores  en el invernadero. El invernadero había pertenecido a su tío Gráncibal, botánico, mago y alquimista; de él  había aprendido  el cultivo de amapolas perennes y la domesticación de peces en el éter, entre otras hechicerías. Cada mañana regaba las esquirlas con agua de mar, pues había leído en el Gran Libro de las Maravillas, también heredado de su tío, que las estrellas sólo se alimentaban de agua salobre. Cuando las esquirlas germinaban en las macetas, las trasplantaba a su jardín, situándolas en torno a un árbol de alcornoque  que de “alcornoque” no tenía absolutamente nada, pues era dueño de una inusitada sapiencia. Allí los futuros astros crecían sanos hasta convertirse en pequeños soles amarillos. Llegado el otoño los soles ya habían alcanzado la maduración exacta, entonces ella recogía la cosecha. Con esmero fabricaba, en cobre y plata, lucernarios de exóticas formas y en cada uno engarzaba un sol. Finalizado el trabajo, al cual dedicaba varias semanas,  bajaba su preciada mercancía al caserío en una carreta tirada por un percherón zaino y parlanchín, e iba regalando los raros farolillos, casa por casa, a todos los habitantes del poblado, para que pudieran iluminarse y calentarse durante el duro y frío invierno que estaba por llegar. Los pueblerinos, agradecidos, le regalaban sonrisas, que ella guardaba en un estuche  de ébano, y luego, con parsimonia y gracia, y la ayuda de un pájaro carpintero,  enmarcaba y colgaba en las paredes de su casa. Alrededor del alcornoque siempre dejaba unos cuantos soles para su propio disfrute.  Así que en las noches invernales de luna nueva, se le podía ver a ella, a Mirai Maia, sentada en una de las ramas del viejo árbol, absorta entre las páginas del Libro de las Maravillas, y también a su mascota (un pez payaso que siempre había soñado con ser podenco) jugueteando entre los soles y las amapolas, arropados, ambos, por la calidez y la luz que  los solecillos proveían, como si aquella fría noche fuera una noche cualquiera de primavera.



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Ondina  /Lola Rodríguez / Barcelona / España

ONDINA


Sentada en el quicio de su ventana, con el océano al fondo, Ondina rememoraba todo lo que había acontecido en su vida  hasta haber logrado el éxito y convertirse en  la prima ballerina assoluta de los siete mares. Ella, nacida en las quietas aguas de una humilde laguna, había vencido, en singulares duelos,  a las más afamadas nereidas. No había habido magia ni hechicerías, sólo trabajo duro y constante. Bailar sobre el espejo estático de la laguna era una insignificancia, lo extraordinario era bailar sobre las furiosas olas marinas y dominarlas a tu antojo; vestirte con sus espumas y degustar en los labios el sabor, aunque fuera salado, del triunfo de la doma; eso era lo que ella siempre había deseado y por lo que  había luchado un año tras otro.  Sin embargo, a pesar de tan épica conquista,  a pesar de que en ese largo trecho desde la laguna hasta el  mar, en esa cruenta guerra contra las adversidades, los convencionalismos y hasta contra los designios divinos, que le habían hecho alcanzar la cima y la gloria, Ondina, no era feliz, porque en la batalla más mundana, en los avatares del amor, había conocido la derrota.

Ondina se había enamorado de Céfiro, el cálido viento que encrespaba las olas que ella domaba en su danza perfecta y elegante. Céfiro le había prometido amor  eterno y Ondina se había creído la promesa a pies juntillas, mas todo había sido un ardid del libidinoso y mujeriego vientecillo,  que se dedicaba a ir cortejando, una por una,  a las ninfas y nereidas, esas mismas nereidas danzantes rivales de Ondina. Céfiro se paseaba entre ellas, acariciaba sus cuerpos  y  jugueteaba bajo sus faldas de algas multicolores; soplaba delicadamente en sus oídos y les susurraba canciones románticas a la par que  les tejía diademas de espuma en sus cabelleras, luego, acabadas  las galanterías y el cortejo,  les hacía el amor entre los peñascos abruptos de la costa o en las húmedas  arenas de las playas. Y, justamente, en una de aquellas playas, Ondina le había descubierto jugueteando en las  carnes de Náyade. En ese instante ella sintió que el corazón se le deshacía dentro del  pecho fulminado por un dolor inexplicable que la sumía en la tristeza, y, también, en las arenas movedizas de los celos. Por eso ahora la vemos  sentada en el quicio de la ventana, vestida aún con la ropa de su última función (un ballet inspirado en Moll Flandes, de Daniel Defoe) rememorando a la par sus hazañas en el baile y sus encuentros amorosos con Céfiro, y preguntándose cómo había sido posible que ella, la más voluntariosa y valiente de las ninfas de los ríos y las lagunas,  la que había conquistado el mar en un sacrificio perenne, hubiera caído, vulnerable e indefensa, en las desventuras del amor, dejándose inocular aquella tristeza que, como negros peces depredadores, podía ver ocupando cada rescoldo de su existencia y haciéndola presa de  la corrosiva desolación que la estaba embargando de cabeza a pies.


O. Moré
2016

domingo, 5 de junio de 2016

Cuatro enanos dobles de jardín

Cuentos breves para niños... o para adultos, vaya usted a saber.



Cocuyo y Manteca.


Cocuyo le dijo a Manteca que subiera la loma. Manteca subió a la loma. Manteca nunca había subido a la loma, le daba miedo, pero, aun así, subió porque se lo había dicho Cocuyo. Cocuyo no era el jefe de Manteca, sólo era su amigo. Manteca confiaba en Cocuyo porque Cocuyo alumbraba, tenía aquella lucecita fosforescente y verdosa.  Manteca, en cambio, no tenía luz, era opaca, muy opaca, como las cenizas o el carbón del marabú quemado. Cuando Manteca llegó a la cima de la loma, muerta de miedo y cagada en los pantalones, descubrió que la isla era más grande de lo que le habían dicho. Desde allí arriba se veía el mar anaranjado en toda su plenitud, el horizonte se hacía lejano, y el monte, lleno de guásimas, palmas, jagüeyes, ceibas y ocujes, parecía una mancha verde ante el insólito espejo naranja del agua. Manteca, entonces, se sentó en la hierba y lloró y lloró. Lloraba porque tanta belleza y tanta inmensidad no cabían en sus pupilas. Cocuyo llegó caminando despacito, muy despacito, sin hacer ruido, y con un abrazo luminiscente la abarcó en su totalidad, a pesar de que Manteca era gorda gordísima. Y, por primera vez en la vida, Manteca sintió que brillaba con luz propia.


Micaela y Agapito


Agapito tocaba el silbato y Micaela el acordeón. Agapito era fuerte como el ácana y tan alto como una palma real. Micaela era pequeñita y frágil, sin embargo, cargaba con el enorme acordeón como si cargara con un saco lleno de aire. A Agapito parecía que el silbato le pesara en el cuello, caminaba cimbrado hacia adelante arrastrando sus largas patas de flamenco y siempre daba la sensación de estar cansado. Micaela llegaba la primera a la plaza del batey, mucho antes de que saliera el sol, y montaba su carpa y su escenario en menos de lo que cantaba el gallo. Agapito se levantaba tarde y cuando llegaba a la plaza apenas había sitio, y si encontraba cabida era porque él parecía un alfiler. Micaela, apenas aparecían los niños, entonaba canciones alegres e improvisaba décimas sobre los animales del monte y la laguna: que si de la cotorra, de la biajaca, de la jicotea, del jubo o del perro jíbaro, y los niños aplaudían pidiendo más y más. Agapito tocaba el silbato cada vez que un niño corría, reía un poco más alto de lo habitual o se ponía a dar brincos como un chivo, y entonces les gritaba con semblante avinagrado: ¡Muchacho, carijo, quédese quieto y no joda más!. Micaela y Agapito eran hermanos.


Mandinga y Carabalí


Mandinga y Carabalí sólo se tienen el uno al otro. Mandinga es tan viejo como la ceiba del potrero y tiene la cara lisa como una polymita. Carabalí tiene cara de jutía y es mucho más viejo que Mandinga. Mandiga, de tan negro que es, no se ve por la noche, pero si se ríe sus dientes brillan en la oscuridad. Carabalí ya ha perdido todos los dientes y su negritud se está volviendo gris. Mandinga viste como un tocororo, con colores vivos y alegres y se entretiene con los zunzunes, los jubos, las arañas peludas y cuanto bicho hay en el monte, y como es así de “entretenido” y se ríe solo cuando saca las papas, las malangas o las yucas, de los sembrados, le llaman el Bobo de la Yuca.  A Carabalí le gusta vestir de blanco, pero desde que se ha enfermado, prefiere ir desnudo por temor a que el color se enferme con su podredumbre (así llama él a la enfermedad). Mandinga, a pesar de ser “entretenido” cuida de Carabalí: le toma la temperatura con la mano, le baja la fiebre con paños húmedos y le hace tamales, guenguel y majarete con el maíz que él mismo siembra; le espanta los jejenes y las moscas y le da los jarabes en una jícara hecha de güira. Carabalí se lo agradece contándole historias de princesas y guerreros de su África natal. Carabalí y Mandinga habían venido en el mismo barco y los había comprado el mismo amo. Mandinga antes no era así, era inteligente y jacarandoso, pero por romper sin querer una botija en la casa del amo, el amo le pegó tan fuerte en la cabeza que se quedó “entretenido” para siempre. Carabalí le cuidó entonces y se lo trajo a vivir con él a su bajaraque en los lindes del ingenio. Carabalí tenía un bajareque propio porque ya era muy viejo. Y como ahora Mandinga, además de viejo, es “entretenido”, el amo dejó que viviera en el bajaraque de Carabalí. Al ser ambos tan ancianos  no rinden en el cañaveral, por lo tanto ya no han de vivir en los barracones ni ir al corte de caña, pero Mandinga y Carabalí no saben vivir sin hacer nada, por eso la amita Eduvilges, que es una niña muy buena, le había pedido  al amo que dejara que ellos se ocuparan del cuidado de su jardín, el único, en toda la casona, que está plagado de romerillo, mariposas,  varitas de San José, girasoles, siguarayas, coralillo, cundeamor, y de las orquídeas malvas que se alimentan del caigurán. Ahora es Mandinga, como he dicho, el que cuida de Carabalí. Carabalí se ve como un clavel mustio y se entristece, se siente inútil, pero sobre todo, se entristece más, porque sabe que si él se muere, Mandinga se quedará solo, muy solo.




Nadie y Alguien


Nadie no tiene nada y, por no tener, no tiene ni sombra. Alguien tiene mucho y tiene una sombra muy larga. Nadie, aunque se ponga al sol y el sol le ilumine con toda su intensidad, nunca tiene sombra. Alguien, hasta en la oscuridad tiene sombra, o mala sombra, según como se mire. A Nadie no le importa no tener sombra, y no le gusta hacer sombra ni ser la sombra de otro. A Alguien le gusta que su sombra siga creciendo y que cubra la sombra de los demás. Nadie cultiva letras. A veces sus cosechas son tan escasas que apenas puede alimentarse de palabras, pero a él le da igual, sus palabras, aunque estén algo raquíticas y sólo den para una oración, le mantienen vivo. Las cosechas de Alguien, que también cultiva letras, son copiosas y le dan para párrafos y parrafadas, y para mantener inmaculada su obesidad mórbida. A Nadie le gusta cosechar palabras como: blanco, lagartija, espejo o lluvia. A Alguien le gusta cosechar palabras como: oropel, ditirambo, suculento o grandilocuencia. Nadie y Alguien  viven en un pequeño islote dentro de un mar inmenso que a su vez está dentro de un gran océano. Nadie no ocupa casi nada, sólo un cuarto del islote que comparte con los otros. Alguien lo ocupa casi todo: las tres cuartas partes restantes. A Nadie le gusta no ser nadie, y a Alguien le gusta ser alguien, aunque sigue soñando que un día será Dios.



O. Moré
2016