lunes, 16 de mayo de 2016

Deméter (Abeja Roja II)




II


Supongo que se quedará usted a comer, no creo que haya saciado el apetito con dos tomates. Tengo hecha una harina de maíz seco con chicharrones y masitas de puerco fritas que le hará relamerse de gusto. ¿Se queda? Sí,  pues entonces pase usted a la cocina, que voy a prender el carbón para calentar la comida. Siéntese ahí, en el taburete blanco, es el más cómodo… Perdón, ¿decía usted? Ah… ¿que cómo conocí a Deméter? Sí, enseguida se lo cuento… Deme ese periódico viejo… Gracias. Es un carbón muy bueno, lo hace el viejo Salustiano, pero necesita un poco de ayuda para comenzar a quemar… Poniendo esta hoja de periódico arrugada debajo de los carbones y echando un poquito de alcohol enseguida prende…  Aviento un poco y… Mire, ya empieza a quemar…  Sólo me queda poner el caldero… Ajá, ya está, en unos minutos estaremos saboreando la harina. Ahora, en lo que se calienta, le sigo contando.



Mire, señorita, cuántas veces habremos comparado una colmena de abejas con una agrupación de individuos ¿muchas, verdad? Casi nos regimos por los mismos patrones de comportamiento, aunque, sin lugar a duda, las abejas son mejores especímenes que los humanos, no es que lo diga yo, ya lo decían Aristóteles y Virgilio. Y quizás, las pobres, de haber sabido leer, se hubieran sentido bastante ofendidas con Bernard Mandeville por haberlas vestido, en su excelente fábula, con los peores ropajes de la raza humana,  haciéndoles padecer, en sus peludos cuerpecillos, todas las miserias y maldades inherentes al hombre; ropajes que, a día de hoy, aún siguen vigentes.


 Las abejas, al igual que las hormigas, son sociedades matriarcales a pequeña escala; esto último lo apunto por el tamaño del continente, no por la cantidad del contenido, porque, si lo valoramos por esto otro, un hormiguero o una colmena, serían el equivalente a ciudades enormes, pero lo que le decía, son colectividades donde todo, absolutamente todo, está al servicio de la reina, la gran madre, ya que es ella la encargada de perpetuar la especie.


La Doctora Deméter Valleflorido, a quien todos llamaban, a espaldas suyas, y para mi sorpresa por lo coincidente del caso: Apis Russeus*, o sea, abeja roja (la culpable de tal apodo era su llameante cabellera de “diávola”), quería,  a toda costa, ser madre, parir, perpetuar la especie;  llevar la ginecocracia a su grado máximo, y la cátedra de entomología de la universidad de Verdolaga con todos sus adeptos, bueno, más que adeptos, acólitos, servían a ese fin. Sólo había un problema, un grandísimo problema: Deméter era yerma.  


Cuando la conocí tenía treintaicinco años muy bien llevados en un cuerpo de estilizada véspula más que de Apis  Mellifera, de Megachile Pluto o de la propia Rodanthidium Sticticum. Sus ojos, de un azul tenue, te arrobaban bajo unas pestañas del mismo tono rojizo de sus cabellos.



Me enamoré perdidamente de Apis Russeus apenas le vi por primera vez, y aquel primer encuentro fue, más que un encuentro, un encontronazo. No es necesario que le diga que soy un poco patoso y gafe, la anécdota con Helenita es buena prueba de ello, pero sí que es una condena o sambenito que heredé de mi padre, guerrero masái, al que acabaron echando de su tribu por sus constantes torpezas y que, por esos azares de la vida, acabó de paria al otro lado del atlántico, en nuestra isla, hasta que conoció a mi madre y se casaron, pero bueno…, ahora esto no viene a cuento, sigamos con lo de mi flechazo a primera vista.



Rigo y Guadalupe me habían invitado a desayunar, esa mañana de viernes en que mi destino se cruzó con Apis Russeus (destino que ya estaba prefijado de antemano), en la cafetería de la universidad, para, mientras devorábamos panes con mantequilla y bebíamos zumos y cafés, esperar a Deméter que  había pedido conocerme, ya que mi ponencia le había resultado, según palabras textuales de Guadalupe:  “muy interesante”, y platicar, además, sobre futuras colaboraciones mías con la cátedra después de que hubiera impartido la referida clase, a la que, por fin, habían logrado buscarle un hueco. Y allí estábamos, en plena conversación, cuando apareció la reina del enjambre, la abeja roja, en el umbral de la puerta, la cual distaba unos diez metros de la mesa en la que nos encontrábamos nosotros. Me quedé embelesado y babeando, igual, pero exactamente igual, que en esas escenas de las comedias románticas  en que el muchacho ve aparecer a la muchacha a cámara lenta y entonces él pone cara de carnero degollado mientras todo a su alrededor desaparece por arte de birlibirloque, hasta sólo quedar ella avanzando, melena al viento y con los andares de un ángel de Victoria’s Secret, hacia donde él se encuentra. Y eso era ella, era un ángel enfundado en una falda tubular rojo bermellón que contrastaba con una blusa blanquísima y entallada de escote en uve, todo ello cubriendo un cuerpo que se contoneaba rítmicamente, a cada paso, sobre unos tacones del mismo color de la falda. Aquella visión era de un erotismo tan procaz que comencé a sentir un hormigueo en Dios salve la parte. Ya se podían ir a volina las mariposas de Helenita con todo el criollismo de las carnes y curvas en que habitaban; yo quería, desde ya, este espécimen híbrido de vespa y apis para mí.



Cuando Deméter llegó hasta nosotros, Rigo y Guadalupe se pusieron inmediatamente de pie. Yo aún estaba embobado, boquiabierto… ¿De qué colmena había salido semejante ejemplar? pensaba, mientras la seguía radiografiando desde la cabeza hasta la puntera de sus tacones de aguja. Rigo me tomó del brazo para conminarme a ponerme de pie y hacer la debida presentación, pero, anonadado como estaba y con mi ya acostumbrada mala pata, en el acto de levantarme choqué contra la mesa, lo que me hizo perder el equilibrio y derramar el vaso de zumo de zanahoria que aún llevaba en la mano sobre la blusa blanca de algodón de Deméter, la que (la blusa, digo) como en un concurso de miss  camiseta mojada, desveló ante mí, transparentándoles en color naranja, los pezones de sus prominentes senos, los cuales, como dos aguijones en posición de ataque, parecían querer sacarme los ojos. Y, para hacer más difícil aún la situación y hasta mucho más patética y vergonzosa, el otro gran atributo que heredé de mi padre, esa robusta “lanza masái”, símbolo de mi virilidad, decidió “ereccionar” (si  me permite el término) con tanta fuerza, que mi calzoncillo atlético no podía mantener enjaulado semejante artefacto guerrero, por lo que, producto de la contienda entre la piel de mi miembro y el tejido de elastómero del calzoncillo, el artefacto guerrero acabó erupcionando como un volcán, cosa de la que dio buena cuenta Deméter, pues, de la misma manera que el Menda Lerenda, no podía apartar la vista de sus bien esculpidas glándulas mamarias, ella, a pesar del sobresalto sufrido, no podía apartar la suya de la escandalosa inflamación de mi entrepierna.



¿Qué oxidado y enfermo resorte dentro de mi cerebro se había activado para que la simple visión de aquella mujer y, luego,  de sus senos bajo la húmeda transparencia de la tela, me provocara semejante reacción? ¡Como si yo, en toda mi vida, no hubiera visto torsos femeninos desnudos! Estaba harto de ver tetas…, aunque, para ser fiel a la realidad, la mayoría de las veces habían sido en revistas pornográficas…  Pero lo que todavía me pareció mucho más inexplicable fue la celeridad con que había ocurrido todo.



Por suerte la cafetería no estaba muy concurrida; sólo una mesa, al fondo, cerca de la salida al jardín, estaba ocupada por una pareja de estudiantes; ambos con los auriculares puestos y enchufados a sus teléfonos móviles, desayunando y oyendo música, ajenos a la realidad circundante. Yo hubiera querido que la tierra se hubiese abierto y me hubiese tragado en sus fauces. Todos nos habíamos quedado estáticos, ninguno de los cuatro se atrevía a abrir la boca. Guadalupe y Rigo eran dos figuras de yeso, blancas como la leche de la jarra que había sobre la mesa, y yo, para hacer el contrapunto, rojo, como la mismísima falda de Deméter. La mancha en mi pantalón siguió creciendo aceleradamente. Pero si mi reacción físico-erótica había sido inexplicable y hasta descabellada, más lo fue lo que sucedió a continuación. Deméter inspiro y expiró con ímpetu, sacudió su bermeja melena con unos movimientos de cabeza, echó mano de una servilleta y, cuando todos pensábamos que se iba a secar el busto, me apartó de la mesa, se arrodilló delante de mí y comenzó a frotar sobre la mancha de mi pantalón. La “lanza masái”, producto de la  continua fricción a la que estaba siendo sometida, recurrió de nuevo a la dilatación de los vasos sanguíneos de su cuerpo cavernoso, dejando entrar mayor cantidad de sangre, y, una vez más, hizo gala de su gran capacidad elástica y eréctil. Deméter seguía frotando, pero, al comprobar que aquello no daba resultado, que, al contrario, la mancha seguía expandiéndose y tornándose más oscura, se puso en pie, me tomó de la mano y me llevó a rastras dando trompicones. Rigo y Guadalupe recobraron su color inicial y esbozaron una sonrisa picarona. Los dos estudiantes de la última mesa levantaron la vista, nos miraron extrañados unos segundos y volvieron  a su estatus de obnubilación melómana perpetua.




Saliendo del comedor, a mano derecha, el pasillo se alargaba, infinito, como en un sueño surrealista; pensé que si tenía que recorrer toda aquella distancia con “la casa de campaña levantada” en mi zona pélvica y, de pronto, salieran los alumnos de sus aulas, lo de mi meadera, cuando las mariposas de Helenita, iba quedar en una infinitesimal anécdota. Por suerte, recorridos unos cuantos metros, se encontraba el habitáculo de los enseres de limpieza, y allí, abruptamente, me metió Deméter. Cerró la puerta por dentro y me acorraló contra la estantería repleta de detergentes, ambientadores y lejías; lo que pasó después no se lo puedo contar, no es apto para todos los públicos y, como decimos por acá, ni apto para cardiacos, y mucho menos se lo contaría a una señorita como usted, que parece tan fina y elegante. Sólo le puedo decir una cosa, mi labor fornicadora logró saciar el ímpetu de Deméter, por lo que me gané, por derecho propio, el status de zángano. A partir de ese día mi falo dejó de llamarse “lanza masái” para apodarse “El gran aguijón”; tal lo había rebautizado Deméter.


*Apis Russeus: Seguramente este término será incorrecto, no he podido encontrarlo en mi búsqueda por diferentes textos y páginas web, por lo tanto, acéptese  como  una licencia literaria que me he tomado uniendo dos vocablos procedentes del latín.


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