jueves, 1 de diciembre de 2016

Pájaro de fuego

Ilustración: Lola Rodríguez / Barcelona



Pájaro de fuego


 A Maliba, apenas logró pegar un ojo, el sueño la atrapó de manera sádica, haciéndole revivir su vía crucis, su infierno. Unos minutos después se despertó gritando y sobresaltada. Como ya se había hecho habitual, esta iba a ser otra noche de crudo insomnio. “Ni un soplito de aire, ni uno”, dijo, y no supo por qué lo había dicho, porque hacía mucho tiempo que no le importaba nada que tuviera que ver con la realidad circundante, con el mundo exterior y, mucho menos, con el clima. Sí, hacía muchísimo que todo había dejado de interesarle.  Había perdido la esperanza de recuperar la cordura  y se había dado, ella misma, por desahuciada, así que… ¿qué coño importaba si hacía calor y no corría el aire, o si hacía frío; si era de noche o era de mañana?, no importaba un carajo. Se sentía débil, muy débil, cansada, harta. Se levantó y se miró al espejo, y vio una mancha hedionda, pútrida, nauseabunda, y pensó que  algo así no merecía existir. Aquel iba a ser su último día en el mundo, acababa de decidirlo, no podía aguantar más. Hacía un mes que había salido de la Casona y seguía tan esquelética como siempre; allí le obligaban a alimentarse, pero en casa no tenía ánimos para cocinar ni comer. Bueno, tampoco es que se le pudiera llamar casa a aquel cuartucho sin ventanas donde apenas cabía el canapé donde intentaba dormir.  Aquello, más que un cuartucho, era el tonel de Diógenes. Un mes fuera, un mes, y seguía con la misma depresión. ¿Para qué quería ella seguir viviendo, para qué, a ver? No le quedaba nadie. Sus padres hacía mucho que habían muerto, y su hermano se había ido en aquella balsa endeble, aborrecido de todo y de todos, y nunca más había sabido de él. Julito, su novio, la había dejado… Pero cómo no la iba a dejar si, cuando él iba a visitarla al hospital, ella se negaba a  mirarle a los ojos o a hablarle, y mucho menos le dejaba que tuviera ningún tipo de contacto físico. Cuando él intentaba cogerle la mano ella comenzaba a gritar completamente fuera  de sí. Desde que lo veía aparecer por la puerta se ponía a temblar como un ratoncillo indefenso ante las garras de un gavilán. ¿Qué hombre la iba a desear comportándose ella de esta manera? ¿Y a qué hombre iba a desear ella  si no se deseaba ni a sí misma?  A ninguno. Después de regresar de la guerra, después de aquello, siguió sintiéndose sucia, tan sucia, tan terriblemente sucia, que no quería acercarse a nadie ni que nadie se le acercara. Sólo había aceptado la compañía, alguna que otra vez, de Eladio, porque siempre había tenido una buena relación de amistad con él. No se habían conocido en la guerra, se habían conocido desde pequeños, pero la guerra y las desgarraduras de la guerra los habían juntado de nuevo en la Casona, esa Casona de la que ella había salido y de la que hubiera preferido no haber salido nunca. Ella ya estaba allí cuando él ingresó. A Eladio la guerra le había dejado sin  mujer, y no había forma de que pudiera superar aquella pérdida, estaba completamente desolado, y había estado, además,  a punto de perder la vida sepultado por una montaña de escombros. Ella, Maliba, cooperante civil en aquella época en que cumplió la misión,   había caído en manos del enemigo, y había sido violada cada día de los que duró su cautiverio. 46 días, 6 horas y 20 minutos, para ser exactos, en los que dejó de ser humana para convertirse sólo en un trozo de carne, o, mejor dicho, en una vagina y un montón de huesos que ni sentían ni padecían. Cuando la rescataron estaba completamente ida, apenas lograba articular palabra, sólo emitía ininteligibles balbuceos. La devolvieron a la Isla y tuvieron que internarla en Masorra; un año después recalaría en la Casona. Para ese entonces ya había desarrollado aquel delirio que la mantenía viva: ella era la Doctora Maliba Requena, y estaba allí para ayudar a los demás. Pero aquella fantasía le duró poco, quisieron curarla a toda costa, y, a veces, hay males que no tienen cura, están tan arraigados, tan enquistados en cada resquicio de tu interior, que sus abscesos, duros como piedras, crecen y crecen y crecen; y pesan y pesan y pesan,  hasta que te van dejando inmóvil, sin ganas de nada, sin ganas de vivir, en una quietud de estatua, en una inmovilidad perenne. Así se sentía ahora Maliba, así se empezó a sentir después de las sesiones de choque, de los electroshocks, de las terapias de grupo. Cuando dejó de ser, cuando la obligaron a dejar de ser la Doctora Maliba, dejó de ser algo y se convirtió en nada, en vacío; paradójicamente, en un vacío pesado, como de plomo, que la fue hundiendo en las profundidades abisales, en la oscuridad. Hoy esa oscuridad sería perpetua.

Se levantó despacio, se acercó a la mesilla donde tenía el reverbero, cogió la botella de alcohol y vertió sobre  su cabeza y su torso todo el contenido, prendió una cerilla y se inflamó. El dolor interno era tan fuerte, su mente estaba tan fuera de sí, tan enajenada, que el fuego le pareció una tímida caricia sobre la piel. Allí se quedó, estática, de pie, en combustión continua, como un pájaro de fuego, como un Ave Fénix, pero como un Ave Fénix que nunca resurgiría de sus cenizas.


O. Moré
2016

De la Casona de Mambrú (Relatos de aprendizaje)

viernes, 25 de noviembre de 2016

Pero tú sabes lo que era decirme aquello a mí...

Centinela / Carlos Guzmán  / CUBA
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Pero tú sabes lo que era decirme aquello a mí…



_ Pero tú sabes lo que era decirme  aquello  a mí… Me quedé estupefacto, porque… a ver, ese tipo no me conocía de nada… ¿Con qué fundamento decía que yo era un racista?

_Y tú… ¿le conocías a él?

­_No, tampoco, era la primera vez que hablábamos. Yo lo veía pululando por allí, por La Casona, pero no teníamos ninguna relación. Alguna vez  habíamos cruzado algún saludo, apenas un ¿qué hay?, un ¿qué volá?, nada más. Él era novato, casi acababa de llegar. Si mi memoria no me falla llevaba sólo algunas semanas o algo así.  Apenas había empezado el tratamiento de choque. Ya te digo…, no sé cómo se atrevía a dar una opinión de mí; él no sabía nada de mi vida.

_ Pero… ¿qué hiciste, qué dijiste, para que te dijera eso?

_Yo estaba hablando con Maliba ¿Te acuerdas de Maliba? ¿Sí, asere, aquella trigueñita tan delgada, a la que todos llamábamos Doctora Palillo, la que se dio candela cuando salimos de La Casona? Bueno, pues con esa, ya veo que te acuerdas. Hablábamos de cosas del barrio, de la gente, de conocidos comunes, porque ella me decía que eso era bueno para “mi terapia”; la pobre, ella sí que necesitaba una buena terapia, pero yo me dejaba hacer, para qué quitarle la ilusión. Maliba decía que hablar de esas cosas me haría olvidar los horrores de la guerra… Y, no sé cómo, hablando de unos y de otros, salió a relucir lo de Damarys…

_ ¡Coño, verdad, Damarys, ya no me acordaba de ella!  ¡Qué desgracia! ¡Tan joven…, tan linda…!Asere, qué clase de jeva se perdió ahí!

_ Así es, asere, así es.

_Bueno, sigue… ¿qué pasó?

_ Pues lo que te decía, salió a relucir el caso de Damarys. Maliba  no sabía nada; ella cuando ocurrió lo de Damarys estaba ingresada en Masorra*. Yo empecé a contarle lo que había ocurrido. El tipo este, te puedes creer que ni si siquiera supe nunca cómo se llamaba, estaba sentado justo detrás de nosotros oyendo toda la conversación. Entonces Maliba me preguntó que qué Godofredo era el que había matado a Damarys, porque te acuerdas que estaba también Godofredo el hijo de la Rusa y de Pepín, y yo le respondí que había sido el mulato Godofredo, ella me dijo que claro, que era de esperar,  que todos sabíamos que Godofredo no era buena persona, que se le veía a la legua; y le recalqué: sí, tal como lo oyes, Maliba, el mulato Godofredo. Pues para qué habré puesto tanto énfasis en lo de mulato, asere. Aquel tipo se levantó, se vino hacia nosotros y en un tonito sarcástico va y me suelta: Ya está, como era un asesino tenías que remarcar que  era mulato. Como en las películas yanquis, que todos los delincuentes o son negros o son latinos; siempre el mismo cliché de mierda. ¡Vaya racista me ha salido  el blanquito este! Maliba y yo nos miramos, ella me apretó la mano para serenarme, porque me cambió la cara, pero a mí ya hacía mucho que no me daban ataques de ira, el último que había tenido justo me había costado aquella reclusión en La Casona por tercera vez; simplemente  no  daba crédito a lo que estaba escuchando. ¿Quién coño le había dado vela al tipo éste en este entierro? ¿Qué importancia tenía que yo llamara mulato a Godofredo, si era mulato? ¿Qué coño tenía que ver aquello con las películas yanquis ni la cabeza de un guanajo? Además, quién en Naranjos no dice: el negrito Arquímedes, la mulata Helena, el jabao Agapito, todo el mundo lo dice, es una manera nuestra de hablar, muy nuestra, no hay nada de despectivo en ello. Y aquello de: ¡Vaya racista me ha salido el blanquito este!; eso, a qué coño venía… ¡Pero qué cojones se había creído este hijoeputa! La verdad es que me jodió mucho, me recomió el higadillo, ya tú ves, decirme eso a mí, a mí que todas mis novias habían sido negras, que mis mejores amigos en el pre eran dos negros; a mí que había estado en Angola, en la guerra, defendiendo negros; a mí, a Eladio Montesdeoca,  al que le habían matado a su negra, mi negrita Araceli, mi mujer, mi linda negra Araceli, en aquella puta guerra. A mí llamarme racista.  Pero ahí no quedó la cosa, empezó a destripar de Damarys, de Totó ¿te acuerdas de Totó, aquel jevito que tuvo Damarys?

_ El que toda la familia se había ido pa’ la Yuma ¿no?

_ Sí, ese mismo.  Pues bueno, el tipo siguió con la cantaleta, que si Totó era un gusano, un apátrida pagado por la CIA, y yo que sé cuantas comeduras de mierda más,  y después hasta empezó a destripar de Godofredo, que hasta hacía unos minutos lo había estado defendiendo. Ni que él hubiera conocido a Damarys, a Totó o a Godofredo, como los había conocido yo, que habían sido mis vecinos del barrio de toda la vida y no de él, que yo no sabía ni dónde pinga vivía este tipo. Y luego, ya, el colmo de la cosa: comenzó a analizarnos a mí y a Maliba, como si él fuera nuestro psiquiatra… Y todo esto a grito pelao. Maliba se puso a llorar y con tremenda temblequera. Te lo juro, ese tipo era malo, y estaba más jodido del coco que nosotros dos y que todos los de La Casona juntos. Después supimos que había sido oficial de contrainteligencia militar o de la G2, algo así por el estilo, y que lo habían tronado por no sé qué chanchullo en el que se habían metido su mujer y él, algo de jineterismo con menores, me parece. El caso  es que el tipo se tostó, porque un día, en una de las fiestas que montaban él y su mujer,  se emborrachó y le metió mano a su propia hija de doce años. Bueno, la chamaca fue la que los denunció, y los metieron a los dos, a su mujer y a él, en la cárcel, y allí acabaron de fundírsele los fusibles pa’l carajo al cabrón este. Así que fíjate tú, qué clase de elemento era ese tipo. Por eso te vuelvo a decir… ¿Quién coño le daba derecho a hablarnos así, quién? ¿Cómo podía juzgarme por un simple comentario, sin saber nada de mí ni de mi vida? ¿Cómo podía hacer llorar a una muchacha tan indefensa como Maliba?

_ ¿Y qué hiciste?

-Na’, en ese momento no hice na’; tenía muy presente lo que tú me habías dicho de las confrontaciones en público,  que las evitara si quería salir lo antes posible de allí, de La Casona, y más sabiendo que, cuando me pongo iracundo, me da por romper cosas, y nos es un espectáculo muy agradable de ver.  Pero, aparte de eso, es que no merecía que yo gastara una gota de saliva en responderle. Aún así, le pedí disculpas por si le había ofendido, sabiendo que no tenía por qué disculparme, porque el tipo ni era mulato ni negro ni jabao, era más blanco que tú y que yo, y tampoco era un jodido médico, y yo no había dicho nada malo. Este tipo  sólo era tremendo cometranca, tremendo hijoeputa, eso es lo que era. Simplemente estaba harto de su perorata y quería desaparecerme de su vista, así que después de decirle: perdone,  no era mi intención ofender a nadie y menos a usted,  me llevé a Maliba de allí y le dejamos con la palabra en la boca.  Y fíjate que podía haberle rebatido todo aquello con sólo contarle todo esto que te he contado, pero…, para qué… Que se lo singara un caballo.

_ Y después, pasó algo más. Volviste a hablar con él.



_ No, no volví a hablar con él, esa misma noche apareció muerto en su habitación con el cuello roto, partío en dos. Pero tú sabes, asere,  lo que era decirme racista a mí, justamente a mí, decirme aquello a mí…

*Masorra: Hospital Psiquiátrico de la Habana.


(De la "Casona de Mambrú"  (relatos de aprendizaje)) 

O. Moré

sábado, 19 de noviembre de 2016

Corpus, corpus, corpus...

Ilustración de Lola Rodríguez / Barcelona
Mi agradecimiento a Lola Rodríguez ( +Mirai Maia)  por su generosidad, ya no sólo por permitirme usar su ilustración, sino, también, por su apreciación del relato. Y a mi querida esposa por su apoyo incondicional en las buenas y en las malas, y en lo buenos y los malos textos. Éste, probablemente será uno de ellos, pero, aún así, sigue siendo mi hijo, y nunca abomino de un hijo. 
Este relato no es más que un ejercicio de aprendizaje, no tiene otra pretensión. Pertenece a una serie a la que he llamado "La casona de Mambrú". De momento sólo he escrito tres.






Mambrú se fue a la guerra,
qué dolor, qué dolor, qué pena...


Corpus, corpus, corpus…




_Allí, junto a Ramiro, estábamos todos: Jacinto, Curro, Eladio y yo. Como en el dominó se nos había trancado el juego. Apenas cabíamos en el cubículo. Un tufillo acre se levantaba desde la litera en que Ramiro agonizaba, sabíamos que no iba a pasar de aquella noche, bueno… si es que era ya de noche, así lo suponía yo, pues fuera hacía un buen rato que ya no se oían los disparos ni el zumbido de los proyectiles de los morteros que, al caer, provocaban telúricas vibraciones y removían la estructura bañándonos en polvo; tampoco se oía el sonido de nuestras  katiuskas. Nos esperaba otra larga noche sin comida y sin agua. Lo de Ramiro era evidente, pero nosotros… ¿cuánto íbamos a durar nosotros si el asedio continuaba? ¿Una noche más, tres días más? ¿Cuánto podía aguantar un ser humano sin comer ni beber? No lo sabía, pero a esas alturas estaba convencido de que ya éramos hombres muertos, que éramos carroña para los gusanos. Yo había perdido toda esperanza. Si el enemigo nos encontraba, antes que lo hicieran los nuestros,  nos iba a meter una bala en el cogote a cada uno…, y chirrín chirrán, y si los nuestros no nos encontraban pronto, y para eso era necesario que el asedio acabara y de que  alguien confiara en que aún podíamos seguir vivos, entonces nos matarían la inanición y la sed.

El edificio que nos servía de albergue se había desplomado sobre nosotros. Tres plantas convertidas en escombros nos estaban sepultando. Inexplicablemente dos vigas se habían cruzado sirviendo de contención a sendos trozos de pared, una a cada lado, y habíamos quedado atrapados en el estómago de una especie de pequeña pirámide. Eladio estaba ido, Araceli hacía ya más de dos semanas que había muerto, o tres, no sé, era imposible saberlo porque habíamos perdido la noción del tiempo.  A Araceli los obuses la habían sorprendido en la posta médica, ella era nuestra enfermera. La posta médica, una habitación contigua al albergue, había sido el primer objetivo, quedó pulverizada, la desaparecieron del mapa. Inmediatamente después nuestro albergue comenzó a derrumbarse blanco de más cañonazos. No nos dio tiempo a reaccionar, no nos dio tiempo a nada, apenas a protegernos, hechos un amasijo de cuerpos, bajo y tras las literas, fue aquí donde una barra de metal de una   ellas, al salirse del acople, le atravesó el pecho a Ramiro.  Pero…, volviendo a Eladio, él y Araceli hacía sólo un mes que se habían casado, fue antes de que nos destinaran allí, a la región de Huambo. Araceli era la negra más bonita que yo había visto en años, y mira que había visto negras lindas; pero ella tenía un no sé qué que nos volvía locos a todos. Eladio fue el que se llevó el gato al agua, bueno, la gata, y mira que él no tenía na’, era un tipo esmirriado, poco cosa, pero, eso sí, siempre estaba riéndose y con el chiste en la punta de la lengua, además de que era muy cariñoso y se hacía entrañable. Esas fueron las cosas que  conquistaron a Araceli: el buen humor y el gran corazón de Eladio Montesdeoca. Ya no quedaba, en Eladio, ni  sombra de aquella sonrisa, estaba en estado catatónico, su cara era una máscara pétrea, cetrina,  con los ojos velados, perdidos en Dios sabe que parte. Jacinto, a su lado,  no paraba de susurrar algo, era una cantinela ininteligible, una especie de mantra que le mantenía enajenado. Jacinto era el más joven de todos nosotros, sólo tenía dieciséis años. En Naranjos le esperaba, inmaculada, su novia. Él estaba enamorado de aquella chiquita como un verraco, estaba loco por casarse para poder pisársela, porque Melisa, así se llamaba la jevita, sólo le dejaba tocarle sus partes pudendas por encima del blúmer y más na’, ni siquiera meterle un poquito el dedo, ella le decía  que eso ya lo harían cuando se casaran. Jacinto se masturbaba varias veces a la semana a cuenta de una foto de Melisa, la misma que llevaba en las manos y a la que le dedicaba aquella cansina letanía. Yo, cuando le miraba,  veía a mi hijo Saúl, el que se me había ahogado con catorce años en la laguna Los Bueyes;  como él, Jacinto se iba a ir para el otro mundo sin haber templado nunca, virgen.

Frente a mí tenía la litera donde agonizaba Ramiro. Curro no se separaba de él, se había quedado dormido sobre el pecho de su hermano taponándole la herida; ellos eran gemelos. A pesar de que él  no tenía ni un rasguño, Curro se estaba muriendo a la par que Ramiro. Mi madre decía que la gente también se moría de tristeza, que a eso le llamaban pasión de ánimo.  Curro se había alistado voluntario para no dejar sólo a su “yunta”, así se decían el uno al otro. Ramiro siempre había sido muy temerario y mujeriego, Curro no, era más prudente y era bastante modoso. Yo nunca había visto gemelos tan idénticos físicamente a la vez que tan distintos en carácter y temperamento. Ramiro era sanguíneo y Curro era melancólico. La madre de Ellos, la negra Cachita, era amiga y vecina nuestra de toda la vida; el padre de ellos, Ladislao, era un bala perdida, había abandonado a Cachita cuando los gemelos eran todavía muy pequeños y nunca se ocupó de ellos. Cachita los cuidó y educó bien, eran unos muchachos excelentes. Creo que debían estar rondando los veintitantos años o algo así. No quería imaginarme  lo que iba a sufrir esa negra cuando le dijeran que sus hijos habían muerto en aquella guerra ajena, después de todos los trabajos y los sacrificios que ella había hecho para sacarlos adelante. Si alguien sabía de esto era yo, que había sido padre por partida triple y que había perdido un hijo, y esto último es un dolor lacerante que no cesa nunca. Una cosa así, no se la deseo ni a mi peor enemigo, es algo que te deja tan marcado que puedes hasta perder la cordura, “arrebatarte” por completo. Yo creo que por eso mismo, para olvidar esa amargura, para mitigar ese dolor, para suplir esa carencia, me sentía y actuaba como el padre del grupo, y quizás, también, porque yo era el mayor de todos,  acaba de cumplir cuarenta y seis años. Por otro lado era el de más alta graduación, el único que era militar de carrera,  el que tenía las ideas más claras, el que más experiencia tenía en situaciones de aquella envergadura, y, seguramente por eso, en aquellos momentos, era el único que aún mantenía la cabeza en su sitio, aunque, de vez en cuando, caía  rendido por el sopor, un sopor que me noqueaba como un puñetazo en la mandíbula.  Luego despertaba y me quedaba como en duermevela, en un estado intermedio entre el sueño y la vigilia, entre lo real y lo irreal, hasta que de nuevo caía derrotado en las aguas turbias de la inconsciencia. Ya se lo he dicho, que habíamos perdido  la noción del tiempo y que, de una manera o de otra, estábamos todos enajenados, así que eso del corpus, corpus… que me preguntó usted ayer, y me ha vuelto a preguntar hoy al inicio de esta sesión, no sé qué significa, bueno, saber lo sé, es cuerpo en latín, pero el por qué lo decía, eso sí que no lo sé; tampoco puedo precisar el momento exacto en que ocurrió,  imagino que fue  aquella noche cuando murió Ramiro, y, vuelvo a decirle, si es que era de noche, porque…, ahora vuelvo a estar tan confundido como entonces… Igual Ramiro no había muerto esa noche, o esa tarde o ese día, a lo mejor ya estaba muerto y nos habíamos dado cuenta. Quiero convencerme que todo lo que vi fue producto de mi imaginación, que todo aquello fue una visión horrenda, una mala jugada de mi cerebro. Me vienen a la mente fragmentos aislados que mi memoria, como si fuera una moviola defectuosa, no puede editar del todo. Mire, lo primero que recuerdo fue ver, a través de una cortina neblinosa, a Curro con el corazón de Ramiro en las manos alzándolo sobre su cabeza, la suya, no la de su hermano, mientras mascullaba una oración en lengua yoruba o algo parecido y luego decía eso de corpus, corpus, corpus, y recuerdo… y  esto sí lo tengo muy nítido, ver sobre el abdomen desnudo de Ramiro una bayoneta ensangrentada. Luego debo haber caído de nuevo en el sopor, porque lo siguiente que recuerdo es verlo con la boca manchada de sangre, masticando, y luego con las manos vacías, y ver a Eladio mirándome de hito en hito de manera irracional y buscando, en el agujero del pecho de Ramiro, aquel corazón inexistente. Después no recuerdo nada más; ni siquiera cómo nos rescataron, ni cuando nos trajeron de vuelta, ni cuando llegué aquí, a la Casona.

_ Demetrio, la verdad es que nada de eso que me ha contado pasó exactamente así. Es imposible que usted pudiera ver nada, ustedes estaban sepultados bajo una montaña de escombros y estaban completamente a oscuras. Es posible que haya perdido un poco la noción del tiempo producto del shock, pero sólo había transcurrido un día desde que fueron atacados a que fueron rescatados por nuestras tropas.

_ Ve, ve lo que le decía…, entonces yo tenía razón, todo ha sido una mala jugada de mi cabeza…

_ Sí, hasta cierto punto sí, su mente ha fabulado todo eso para protegerle, para esconder lo que en realidad pasó, para camuflar la verdad.

_ ¿Qué verdad?

_ Demetrio, fue usted quien mató a Ramiro.

_ No, no es cierto, no es cierto, miente, usted miente, doctor, usted miente…

_ No, Demetrio, no miento, y mientras antes acepte los hechos, antes podremos tratarle. Todos aquí, en la Casona, queremos ayudarle. Yo le contaré lo sucedido, Demetrio.

_ Me molestan las amarras… quiero irme, sáqueme de aquí, doctor, sáqueme de aquí…

_ No le puedo soltar, Demetrio. Tranquilo, pronto acabaremos. Mire, la verdad es que, aquel día del ataque, ustedes habían acabado de recibir el correo y usted recibió una carta, esta carta que ahora le muestro, la ve,  la encontramos en su bolsillo, esta carta se la  había enviado su mujer, pero no era para usted, era para Ramiro, su mujer había trastocado los sobres, había metido en el suyo la carta para él y en el  de él la carta para usted. Su mujer le engañaba hacía ya mucho tiempo, Demetrio, le engañaba con Ramiro. Basta leer la carta para constatarlo.

_Noooo, mentira, es usted un mentiroso…, un puto mentiroso… ¡Cállese!

_ Cálmese, Demetrio, no grite… Escúcheme, les entregaron el correo unos veinte minutos antes de que comenzara el ataque, por lo que usted tuvo tiempo suficiente de leer la carta. Me puedo imaginar cómo tuvo que haberse sentido, puedo imaginar el dolor que le embargó al saberse traicionado, máxime cuando la traición le venía de tan cerca, de su propio compañero, su vecino de siempre, de un hombre más joven que usted, y de su mujer, su única novia, la madre de sus hijos, la madre de su hijo muerto. Puedo imaginar todo lo que le pasó por la cabeza; imaginar como la ira le fue emponzoñando hasta hacerle clamar venganza.
Sí, Demetrio, puedo imaginarlo, por eso, cuando el primer obús barrió la posta médica matando a Araceli e inmediatamente  después los cañonazos siguieron y se desmoronó todo sobres sus cabezas, fue que usted, Demetrio, en ese momento de caos, apuñaló a Ramiro en el corazón. Murió al instante. Sólo sus huellas aparecen en la bayoneta, Demetrio, sólo sus huellas, porque sólo estaban usted y Ramiro. Eladio, Jacinto y Curro, habían quedado atrapados al otro lado de la pared, en el cubículo contiguo.


_ Nooooo…., mentira…, mentira…, corpus, corpus, corpus, corpus…


(De la "Casona de Mambrú"  (relatos de aprendizaje)) 
O. Moré

sábado, 5 de noviembre de 2016

Istvan Sandorfi, la pintura nunca muere, en el MEAM.

Entrada a la exposición / Palacio Gomis / MEAM / BCN
De antemano pido perdón por  las fotos, están hechas con un teléfono móvil y no se puede captar toda la grandeza, la riqueza y la calidad pictórica de cada lienzo. Espero, al menos, se hagan una idea con el vídeo que he montado al final.

Sandorfi posando con dos de sus autorretratos.

No hace mucho, medio año a la sumo, que conocí de la obra de Sandorfi, fue a través de una amiga, la ilustradora Lola Rodríguez, inmediatamente quedé prendado, y, cuando ella misma, Lola, me dijo que el MEAM (Museo Europeo de Arte Moderno) de Barcelona, hacía una exposición retrospectiva con más de 140 obras de sus períodos más representativos, ni corto ni perezoso, allí que me fui.
Yo, imitando a Sandorfi

Catálogo y entradas a la exposición
Poder catar de cerca la obra de un genio es una experiencia imposible de describir, mas cuando un servidor es un entusiasta de las artes plásticas, es por ello que  esto no pretende ser una reseña al uso ni pretende ser la visión de un crítico de arte (Dios me libre), es, simplemente, una pincelada, una veladura, sobre las fabulación que mi psiquis desarrolló ante tanta maravilla.




Enfrentarse a la obra de IstvanSandorfi (Budapest 1948- París 2007), la de sus primeras etapas, en la que estuvo  casi 15 años pintándose a sí mismo, que es la que, desde que me fue descubierto, me ha gustado más,  la que más asombro me provocó en el cara a cara en esta exposición y de la que va mayormente esta pincelada, es enfrentarse a la visceralidad en estado puro. Estos  autorretratos, enmarcados en sus períodos rosa y azul,  son crudos, violentos, provocadores, impúdicos, son difíciles de digerir por el ojo no acostumbrado al hacer  de este artista, y no hablo de mí, claro está, me refiero a ese espectador novicio que espera encontrar en una  exposición de arte sólo belleza y complacencia. Su hija Ange, comisaria de la exposición, considera que estos autorretratos no significaban nada, que  sólo eran un ejercicio técnico y de introspección, y seguro que razón no le falta, pero yo, que soy un simple espectador bajo el poder hechicero y heresiarca de su pintura, subyugado completamente por la fuerza expresiva que ella emana (y aquí es donde viene mi fabulación), veo, o quiero ver, o quiero creer, porque cada unos es libre de interpretar lo que le venga en gana delante de una obra de arte, concuerde o no su interpretación con el mensaje que el autor haya querido transmitir, que son catárticos, que reflejan la catarsis de Itsvan y, a través de él, la catarsis de la sociedad en su conjunto, la catarsis del género humano. Quiero y necesito convencerme que es una especie de purga  que el artista libra consigo mismo, dónde “él” somos “nosotros” y viceversa, y, en esta  paranoia metafísica mía, encuentro una analogía con la redención de Cristo en la cruz. Pero no sólo es eso que yo quiero ver, es, además, la soledad del artista ante la creación, y, como se hace constar en el catálogo de la exposición, “la máxima expresión del protagonismo del yo llevado al paroxismo”. Decía Istvan: “no hablo de la soledad física, sino de la soledad de la concepción, la soledad de la creación. El arte es de esencia individual, puesto que el arte es la ciencia de los sentimientos, y sólo el individuo es capaz de experimentar sentimientos. Se puede copiar un cuadro o imitar un estilo, pero no se puede copiar un sentimiento.” Para ello Sandorfi utiliza su imagen como el instrumento idóneo con que articular un discurso pictórico sumamente obsesivo, casi demente, pero de una hondura sentimental y emocional tal que no  deja  impasible al espectador. Me sirvo de nuevo de las palabras del catálogo: Es el triunfo desbocado del propio yo, cabalgando sin freno por la inmensidad de un universo absolutamente personal; es el artista completamente desnudo, sólo ante el espejo, analizando sus posiciones más informales; es la explosión de todos los sentimientos más íntimos del ser humano, sin la cortapisa de lo moralmente correcto. Lo prohibido transformado en normal, lo inmoral convertido en cotidiano.
Con la misma intensidad retrató también, enmarcado en estos períodos cromáticos a los que he hecho referencia antes, a su mujer y a sus hijas.

Enfrentarse a estos autorretratos, repito, es adentrase en un mundo opresivo, estrafalario, atípico, desconcertante, fantasmagórico, sobrecogedor. Sin embargo, cada lienzo, desde el más grande al más pequeño (la inmensa mayoría son de gran formato), es portador de una belleza intrínseca; perturbadora, sí, pero belleza al fin y al cabo, una belleza que sólo los genios saben transmitir. Aunque el propio Sandorfi decía: “siempre he querido pintar lo que me molestaba, y  no lo que me parecía bello”,  la belleza en su pintura, desde mi modesta apreciación, es innegable. Lo que nunca encontrará el espectador neófito, tal como decía más arriba, es la complacencia. Estos cuadros son irreverentes, y es que para que transmitan toda esa fuerza emotiva no pueden ser de otra forma.

Sandorfi es un autor inclasificable. Él mismo no aceptaba clasificación alguna, porque era un ente libre que no creía  en “ismos” ni en escuelas, de hecho, aunque se graduó de bellas artes, nunca asistió a clases, por lo que podemos decir que fue, sin temor a equivocarnos, un pintor autodidacta. Pero si tuviéramos que catalogarlo de alguna forma podríamos hacerlo dentro del hiperrealismo (él nunca se consideró parte de este grupo, bueno, de éste ni de ninguno), un hiperrealismo completamente diferente, ya que él no intentaba reproducir imágenes para mostrar un virtuosismo técnico, sus cuadros van más allá de la representación fotográfica perfecta, sus óleos gritan, denuncian, hablan por sí solos. Sus figuras parecen reales, casi se pueden tocar, sí, es cierto, pero posan sobre fondos irreales, se abocan hacia el espectador desde entornos difuminados, como envueltas en una neblina onírica donde la paleta de colores transita entre los rosas, azules, violetas, grises y negros de una nada metafórica. En etapas posteriores sus figuras, para este entonces sólo mujeres,  conviven en el mismo hábitat que el pintor: su estudio, y otras lo hacen en habitaciones vacías, sucias, de paredes descorchadas, donde la nada, el silencio y el abandono, se pueden palpar, se hacen reales, tangibles como las propias figuras femeninas que habitan el cuadro, y, como éstas, toman relieve ante nuestros ojos.

No se puede comprender la magnitud ni la obra de este pintor, que se encerraba en su estudio durante casi 10 meses para pintar casi sin mantener contacto con su propia familia, sin conocer antes sus circunstancias: la traumática niñez en su Hungría natal, la encarcelación  de su padre, la huida de Hungría, el éxodo por Alemania y su asentamiento por fin en Francia, en  París, donde alcanzaría la madurez artística y crearía toda su obra, esa que nos ha legado y que nos invita ver al hombre que somos desde sus ojos, lo de Itsvan, y ver al hombre que era él desde los nuestros.

Aunque me guste la pintura yo no entiendo de pintura, pinto y dibujo, pero no tengo conocimiento académico ninguno, lo que hago lo hago por puro empirismo, por gusto, por intuición,  y así quiero que siga siendo; no busco reconocimiento ni que el producto que salga de mi mente y de mis manos tenga una calidad perfecta, si así lo hubiera querido ya hace mucho tiempo que hubiera estudiado. Por qué cuento esto, porque Sandorfi transitaba más o menos por los mismos caminos, no quería contaminarse. Aprendió a pintar solo y se alejó de clasificaciones y escuelas, su obra era individualista y solitaria. Él solo perfeccionó su estilo y encontró su propio lenguaje sin importarle nuca el mercado ni el “mundanal ruido”.

“Yo hago una pintura individualista, solitaria, la que retrata mi forma de ser, porque brota naturalmente de mí mismo, y no he de hacer esfuerzo alguno para adaptarme, ni para alinearme con las tendencias en curso. En realidad hago una pintura de perezoso frente a las condicionantes del gregarismo cultural. No me fijo en las pinturas de otros, en todo caso, por supuesto, no para inspirarme. No tengo el menor interés por las clasificaciones que intentan meter a los artistas en comportamientos o, mejor, en ataúdes, para enterrarlos en un cementerio de referencias, de forma que la gente tenga la impresión de que así se conoce la historia de la pintura. La pintura nos es una cuestión de conocimientos, sino de sensibilidad, y eso no se enseña, no se aprende.” Dijo.

Toda la exposición es un regalo, un banquete pantagruélico para aquel que, como yo, ame la pintura, sobre toda esa pintura desgarradora emocionalmente, que se te cuela por los ojos y se queda gravitando en tu interior y luego pasa a formar parte de ti como tus propias vísceras. 140 obras que te sumergen en la genialidad de un artista inclasificable, que te hacen transitar desde su etapa irreverente hasta su etapa más dulce, pero igual de virtuosa, esa plagada de desnudos femeninos y de mujeres de raza negra que dicen muchísimo al espectador desde el mutismo de sus retratos.

Aquellos que vivan por estos lares y quieran disfrutarla, hasta el próximo día 29 están aún a tiempo.
Aquí les dejo con una muestra:


¡OJO!

 Visionarlo así, en formato mini, ya que el sistema no me ha dejado subirlo en MPG4 y con calidad 2K, por lo que he tenido que reducirlo y cambiarle la calidad de imagen, lo que lleva al traste que, al ampliar el vídeo para verlo en grande, se vea borroso. ¡Con lo bien que se veía en 2K! Lo siento mucho. Gracias.


domingo, 30 de octubre de 2016

Icosaedro (1)

Perpetua /Roberto Ferri / Italia



Después de los ciclones



 Voy a contarte esas furtivas insolencias
que dibujo después de los ciclones:
el agua como un antílope eludiendo la garra
de un tigre nocturno;
el hibisco cabizbajo, eremita que olvida sus colores
en un mustio abandono
y, desangrado, se ofrece en sacrificio;
Aracne tejiendo con hilo de acero
la red que me atrapará pasada la estación de las lluvias;
y las dicotomías de la casa mientras tú y yo,
funámbulos de turno, caminamos por la cuerda floja.

Ya lo sabes, después de lo ciclones
mi manos  grafican verdades y misterios
en claros oscuros difuminados,
porque las verdades son grises
y sus alas de ceniza se desvanecen
al más mínimo soplo.
No hay blanco, no hay negro,
sólo palabras amorfas e incoloras
que se peinan en otro espejo,
como si ellas mismas fueran
decapitados sueños de la usura
que el amor y el desamor le inocularon.

Sabrás perdonarme estos arabescos
hilados en mi piel, no tatuajes,
sino besos lúbricos, lotos  en el agua,
gaviotas de vuelo rasante alejadas del mar
en diáspora hacia la laguna
de este pecho inconstante vertebrado de espinas
 como un pez de mundos abisales.

Sabrás, luego, enhebrarlos y ser tú
Aracne cada día, cada hora, cada minuto,
para que no se quede sin tejer esa red
que ha de salvarme, para siempre,
de mi próxima caída
después de los ciclones.



Valle de los cocuyos.



Morí aquella noche
y no te lo dije, la sustancia del sueño
me abandonó entre estertores y jadeos,
y llegué a un valle tapizado de luciérnagas,
bueno, de cocuyos, ya sabes,
y todas las palmas habían desaparecido,
como si la nada hubiera besado las paredes de la noche
y  hubiera plagiado sus negros velámenes
 convertida en un prestidigitador antiguo.
Entonces ella bajó, la mismísima nada,
y me mostró mi tumba cavada en una roca,
y pude descender, insomne, al abismo.
Y sí, la muerte es muy hija de puta,
tan hija de puta como la pintan.

Morí aquella noche
y no te lo dije, tampoco te diste cuenta,
tú estabas cabalgando en otro sueño,
tan lejano, tan equidistante,
que apenas eras un tímido punto de luz
en la inmensidad del cuarto.
Y ahora, cuando las agujas del reloj
marcan de nuevo el juego de los onirismos,
la muerte vuelve y se pasea
en batón y zapatillas por toda la casa
hasta llegar a todos esos parajes inconexos
entre tus sueños y los míos,
y mi único miedo es que si te encuentra
decidas irte con ella al valle de los cocuyos
para no regresar nunca. 


Lectura de la Casa



Acabo de leer sobre la casa,
en su exégesis otros encontraron
el dentro y el fuera, el dentro y el contra,
pero yo ya lo sabía desde que la larva
del insecto espurio que fui
se convirtió en polilla de libros prohibidos.

Muchas aguas se han vertido desde entonces,
y la casa, humedecida y herida de salitre,
llora con las diatribas, y sus redes desnudan
los horizontes verticales,
porque esa línea, esa costura,
es inalcanzable a nuestras manos.

Mucha tierra se ha removido desde entonces
en busca de los tesoros ocultos,
o quizás fuera de horizontes subterráneos…
Cómo saberlo, yo opté por la verticalidad
y el fuego no dejó ni rastro de mis alas.
Pero la casa sigue habitada por ánimas
que fecundan e, infelices, tras el muro,
se sientan a esperar sin espera.

Muchos aires han soplado desde entonces,
vientos cálidos y fríos, y hasta tenebrosos ciclones;
aires que trajeron y alejaron tormentas
que lo anegaron todo para luego dejarnos la sequía
 y devolvernos a la nada,  a la inmóvil estación
en que la casa se paró en el tiempo
y se quedó, para siempre, gravitando
entre edénicas promesas.

Otros, los sabuesos, siguen queriendo
tapar el sol con un dedo
a pesar de que el sol de la casa
es inconmensurable
 y no cabe en las manos de Dios.



Fases geológicas



Cuando fui arcilla transitaba otros territorios,
tenía palabras que brindar
en oraciones paridas por el árbol de mi infancia,
en él las arañas tejían desprejuiciadamente,
 entre el follaje,
telas fragmentadas donde atrapar las ilusiones.
Entonces yo dibujaba flores de otro mundo,
mujeres de cuellos lánguidos como las de Modigliani,
y alas rojas en las arterias de los corazones infartados
para que pudieran escapar al cielo de los cuerpos
después de la derrota.
Las manos, mis vengadoras,
volvían cada noche repletas de milagros,
de allá, del país de lo imposible.

Cuando fui roca el verde me atrapó en su color de olivo
y volé, sobre mares de disímiles azules,
tras el héroe que soñé cuando era arcilla.
Y allí estuve, en la tierra del impala,
jugando a ser el soldadito de plomo
añorando a su bailarina inalcanzable.
Y regresé guepardo con destellos en el pecho
y con las mismas ansias de atrapar los sueños.
Pero ya nada era igual, la pirámide,
pálida y mórbida, me miraba con los ojos enormes
de un pájaro de barro que sabía que  nunca echaría a volar,
porque la estación de los milagros
se desvanecía en la neblina de cada aurora.
Entonces escondí todas las palabras
y  leí antiguos libros para descifrar
el futuro en un tarot sin cartas.
No pude.
Los signos y los jeroglíficos
eran demasiado complejos,
y aún la piedra de Rosetta brillaba por su ausencia.
Amón Ra había olvidado sus deberes,
la pirámide se desmoronaba en erosión continua.

Volé de nuevo sobre los mismo azules
con la sospecha de morir de desarraigo,
pero esta vez hacia las manos
y el cuerpo de una zagala
que, con el épico milagro, me salvó de mi intrépido
salto al vacío.

Ahora, que soy arena, recupero las palabras,
las perdidas palabras fabulosas de antaño,
y  puedo desangrarme poco a poco,
letra a letra, como un mártir
que fue arcilla y que fue roca.

O. Moré
2016






Roberto Ferri
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