miércoles, 12 de febrero de 2014

Amalia mirando el mar (fragmento 1)

Ilustración del autor


Amalia caminaba con tristeza, los recuerdos caían despedazados a cada paso  y quedaban abiertos, retorcidos, ajados sobre la húmeda arena. El mar estaba gris. Una nube con forma de ballena de grandes fauces dormitaba caprichosa  sobre un horizonte indefinido, irreal, como sacado de una acuarela, difuminado por un descuidado pincel. Amalia, con los cabellos sedientos de brisa, revoloteando alegres tras su espalda, dejaba la mirada perdida en el mar. Un leve zumbido la sacó de su ensimismamiento, era un abejorro descarriado que intentaba, a toda costa, posarse en su pelo y quedar prendido en uno  de sus negrísimos rizos. De un manotazo ahuyentó al inquieto y porfiado insecto que, en vuelo atolondrado, se perdió tras unas rocas cercanas. Amalia  detuvo sus pasos y se echó de rodillas en la arena, sintió la humedad deliciosa en las rótulas, en las pantorrillas y en los tobillos. De nuevo un aluvión de recuerdos, empujados por la melancolía,  cayó sobre la arena y fue arrastrado por las olas. Amalia vio alejarse flotando la tarde en que conoció a Gabriel; vio enredarse en el límpido encaje de la espuma el verano hirviente y sensual del 95 que pasaron en en el camping de Las Clavellinas; observó como era tragada por la cresta de una ola la noche en que hicieron el amor a la orilla del río, con una coral de sapos y ranas desgañitándose en las inmediaciones, mientras, en la lejanía, se escuchaba la romántica canción de una intérprete de moda.

Amalia mujer pájaro, Amalia Flora, Amalia Maja desnuda, Amalia crisantemo, Amalia rosa púrpura del Cairo, Amalia canción desesperada de Neruda, Amalia Batista, Amalia Mayombe...

Cada uno de los apelativos que le inventaba Gabriel alcanzaron las aguas y se fueron veloces, engullidos por el azul salado del mar a las profundidades de la desmemoria. Cinco años ya. Habían pasado cinco años desde su muerte.

Gabriel chocolate en flor, Gabriel clavo y canela, Gabriel guitarra de azúcar, Gabriel García El Marqués de Caramelo, Gabriel soldado de la música, Gabriel poeta del rifle verde, Gabriel en el verde con un rifle de poeta. Gabriel atravesado por una ráfaga de ametralladora, Gabriel muerto en la tierra ocre de un país enorme, Gabriel asesinado en una nube lila del cielo Angolano. Gabriel intangible, etéreo, invisible, inexistente. Gabriel en una caja de zapatos en un frío nicho de un cementerio descuidado.  Gabriel en la memoria y, desde hoy, en la desmemoria.

La vida seguía, le dijeron sus padres. El tiempo todo lo cura, le dijeron los amigos. Las heridas se cierran, le dijeron los ángeles que aparecían en sus sueños. Desde donde él esté querrá que tú seas feliz, le dijeron las pitonisas y cartománticas.  Pero ella seguía atada a sus recuerdos, no se despegaba de sus fotos. Sin salir, sin divertirse. De  la universidad a la casa y de la casa a la universidad. Sin leer, sin escribir, sin oír música. Así durante cinco larguísimos años. Viendo la cara de Gabriel en cada cara, viendo su cuerpo en cada cuerpo. Alimentando la añoranza, agotando la juventud en el marco de una fotografía (ambos vestidos de blanco el día de su boda, sonrientes y el mar de intenso azul tras sus espaldas, mientras ella sostiene un ramo de orquídeas malvas). Viviendo a ser la viuda de un mártir de la patria, de un héroe internacionalista. Recatada, silenciosa, guardando las formas por convicción y por amor, pero también por el que dirán, por lo inquisitivo de algunas miradas.

Amalia plañir de campanas de duelo y dolor, Amalia óleo de una mujer sin sombrero, Amalia agua cristalina, Amalia la novia vestida de negro, Amalia sola en una cama fría, Amalia fría en una cama sola, Amalia inerte entre banderas, Amalia rosario de cuentas rotas, Amalia sin hombre, Amalia sin hijos.

Pero Amalia había ido a ver el mar y el mar estaba gris, y una ballena de humo dormitaba en el horizonte tras los incipientes rayos de un débil sol, y Amalia arrodillada sobre la arena rogaba a Yemayá le enviara una señal, y entonces de las aguas salió él. Era un joven delgado, de mediana estatura, de endeble complexión y enormes ojos de mirada triste. Amalia reconoció su propia mirada en aquellos ojos de párpados caídos, pero aún descubrió más, encontró en el fondo de aquellas pupilas la misma soledad, el mismo desamparo que le embargaba a ella. El joven chorreaba agua y tiritaba de frío. Como única pieza de ropa llevaba un bañador de un beige gastado.
__ Hola _ dijo tímidamente al pasar junto a ella.
__ Hola _contestó Amalia sin quitarle ojo de encima.
El joven tembloroso se echó unos metros más allá, al resguardo de una duna. Con los brazos en cruz sobre su pecho trataba de mitigar el frío. Los dientes le castañeteaban. Amalia sacó de su bolso playero una toalla y se acercó al joven acurrucado.
__Toma  _ le dijo _ te vas a helar, muchacho ¿a quién se le ocurre meterse en la playa a estas horas?
__ A mí _ contestó él _ y... gracias. _ tomó la toalla y se enroscó en ella como un gusano en su crisálida.

Pero Amalia había venido a ver el mar y el mar estaba gris y Amalia había venido a olvidar, porque ya era tiempo de olvidar, de deshacerse de todos los recuerdos. Era hora de nacer a una nueva vida. Amalia miraba el mar y arrodillada frente al mar suplicaba a Yemayá que se llevara los recuerdos  en las crestas de sus olas. Entonces del agua salió un joven, un escuálido tritón tiritando y castañeteando los dientes. Y Amalia vio en él la señal que le enviaba Yemayá, porque  Yemayá y el mar todo lo pueden, todo lo limpian,  todo lo curan.

Los ojos del escuálido joven eran marchitos y grises girasoles en un mundo sin sol. Amalia se le quedó mirando con curiosidad, escudriñando cada porción de su cara: el moreno de la piel, la tersura de las mejillas, la leve sombra azulada sobre la comisura de los gruesos labios (vestigio de un bigote afeitado), el húmedo y arremolinado cabello goteando aún y las simpáticas orejas de Elfo, en las que, en una de ellas, la izquierda, un diminuto arete de plata,  en forma de calavera, yacía incrustado en el blando lóbulo. Amalia vio como comenzaron a rodar las lágrimas una tras otras por las mejillas del joven. Las vio escaparse sin remedio de aquellos grandes ojos fijos mientras los temblores seguían recorriendo el cuerpo del muchacho.
__ ¿Qué te pasa? __preguntó ella_ ¿Te has hecho daño, te duele algo?__ el joven negó con la cabeza. Amalia se echó frente a él de rodillas, le tomó la cara  entre las manos y levantándole un poco la cabeza le dijo:
__Tranquilo, ya pasó, sea lo que sea que te haya sucedido ha acabado.
 Su voz sonó tibia, su aliento acarició la tez del joven que, con los ojos anegados,  giró la cabeza y balbuceó entre gemidos: "Todos están muertos... todos...." Estalló en un frenético llanto y se abalanzó hacia Amalia abrazándola con fuerza, aferrándose a ella como a una tabla de salvación. Amalia lo dejó hundirse en su cuerpo y en  la tibieza que emanaba. Entre sus senos quedó inmersa la cara compungida del joven,  y los enormes girasoles grises siguieron deshojándose inevitablemente. Amalia fue recorrida por un súbito temblor. La sintió, la palpó, la muerte todavía emanaba de la piel del muchacho, había estado jugueteando en sus carnes, pero, por alguna razón, aún desconocida, aquel endeble tritón había salido ileso del mar. Lo apretó con fuerza y el cuerpo masculino, entre sus brazos y entre sus senos, le trajo el recuerdo de Gabriel.  

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